¿Alguna vez te has encontrado esquivando la lluvia acelerando el paso? La ciencia tiene la respuesta a esta cotidiana situación: movernos más rápido o más lento va más allá del instinto, se trata de física. Según un análisis reciente, hay un equilibrio interesante entre la cantidad de lluvia que te golpea al avanzar y el tiempo que pasas bajo el aguacero.
Cuando la lluvia cae de manera uniforme y vertical, el cuerpo de un peatón se comporta como un curioso estudio de superficies. Tu frente y espalda, más expuestas, recibirán más gotas al aumentar la velocidad, pero tus hombros y cabeza mantienen un cúmulo constante sin importar qué tan rápido vayas.
Lo esencial del dilema es que caminar más velozmente incrementa las gotas enfrentadas por segundo debido a la ilusión de que las gotas caen desde un ángulo. Así, el reto es hallar un punto ideal en el que la velocidad minimice el agua que recogemos en el trayecto.
Al permanecer quieto, la lluvia impacta solamente las áreas horizontales. Sin embargo, al comenzar a caminar, hay una notable redistribución del agua: aunque los hombros y la cabeza reciben la misma cantidad de lluvia, el tiempo de exposición se reduce, ocasionando un menor total de agua acumulada.
Resumiendo en términos matemáticos: si ‘ρ’ denota la densidad de gotas en el aire, y ‘a’ la velocidad de caída vertical, la expresión que determina nuestra “mojadura” incluye factores como la velocidad de nuestra marcha y la superficie corporal expuesta. A una velocidad determinada, el cálculo revela que es prudente moverse más rápido, especialmente al considerar la distancia total recorrida y la rapidez con la que lo hacemos.
En definitiva, la próxima vez que el cielo decida expresar su furia acuática, considera acelerar el paso. La clave está en un balance adecuado que compense el incremento de gotas, asegurando que tu recorrido sea también lo más cómodo y seco posible.